Hachiko

El piscator Akihabara

¿Os acordáis de ese perro,
el que sale en todas partes?
Hachiko se llamaba,
el de la estación.

Resulta que un día iba yo por la calle
pensando mucho en ese perro,
y de repente apareció
un gato despeinado.
Tenía pinta de ser un mal hablado,
pero no soy de los que juzgan por que sí.

Me miró muy fijamente
con sus ojos amarillos,
desde el muro donde dormitaba
con una raspa de sardina entre las patas.

Como tampoco me disgustan los felinos
pensé que, si le daba alguna golosina,
quizás me quisiera como Hachiko,
el que sale en todas partes.
Ese, el que murió solo en la estación,
el que tiene una estatua
y mil turistas posando cada día.

Yo necesitaba un animal que me esperara
cuando acabara mis aburridas clases.
Que me consolara en la misma puerta
cuando llegara a casa cansado de la gente,
(que hay mucha y muy estúpida).
Y sí, ya sé que un gato no es un perro…
Pero me daba igual con tal de que no fuera persona.

Porque los hombres en realidad son muy cansinos,
son complicados de mirar,
siendo así los animales
muchísimo más fáciles, muchísimo más asequibles.

Pensando yo en Hachiko, pues,
ese perro del que todo el mundo habla,
le di al gato mi “obento”:
cuatro tomates “cherry” mal puestos
sobre una base de arroz con zanahoria
(llenar cabezas no da para mucho complemento).
En cuatro bocados se lo zampó.
Ni uno más.

“Ahora tendré mi propio Hachiko,
ese perro que tiene una estatua,
ese perro del que todo mundo habla.
Él me querrá y yo lo mimaré”.
No parecía un mal pacto.

Alargué los brazos y me puse de puntillas.
Quería acariciarlo y ya de paso (si se dejaba) cogerlo,
para así completar mi plan.

Mi Hachiko a medida (de gato) me olió las manos,
me lamió los dedos.
Yo ya podía ver como los deseos de compañía
iban tomando forma en mi cabeza.

Pero al ver que no le daba más comida
agrió esa cara de gato que tenía,
recogiéndola en un solo punto sobre su nariz.
Trepó al árbol que tenía al lado (¿era un pino?)
quedando fuera de mi alcance,
como eso que hace la arena con los dedos.

Mirándome con altiveza, incluso con desgana,
con sus ojos amarillos y sus bigotes pardos,
me pareció que sonreía
(y eso que los gatos no lo hacen).

Aprendí con todo ello una lección muy importante.
Hachiko, el perro ese que fue fiel,
el cliché que gusta a todo el mundo,
el perro ese de la estación
el de la estatua y todo eso,
fue la consecuencia de una larga amistad.
No por mucho pretender
se sucede más temprano.

Qué triste que Japón,
el país que me acogiera,
tuviera que crear su propia versión
del cuento de la lechera.

Me compraré un perro.

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