Miguel Á. del Corral Domínguez.
Una vez más hago uso de mi escasa relevancia para reivindicar eso que Jacinto Benavente llamó la educación del entendimiento, o sea, la cultura, que es la que engendra progreso pues sin ella no cabría exigir de los pueblos ninguna conducta moral. Y en el caso que nos ocupa voy a hablar esta vez de la cultura literaria cuyo mayor encanto, al decir de André Maurois, es que humaniza el amor.
Aunque nací en La Coruña, me castellanicé muy pronto, y las ciudades que han conformado mi sendero vital han sido, por un lado, Toledo, sublime y mágico enclave donde asistí al CP Gómez Manrique y entre cuyos compañeros de clase habría uno con el que me reencontraría muchos años después, un músico virtuoso que resultaría esencial en muchos momentos para mí, y, por otro lado, Palencia, la ciudad que viera nacer a mi madre y donde también moraríamos, y hoy quiero centrarme en esta última desde un prisma eminentemente literario, aunque sea con un enfoque panorámico de obligado trazo grueso. Así que aunque esto salga publicado en El Universitario (Universidad de Burgos), al que agradezco la acogida que siempre me dispensa gratamente con inigualable generosidad, en las siguientes líneas versaré sobre la vecina Palencia.
Por tanto, como he dicho, voy a circunscribirme a la provincia de Palencia, enclavada en esa Castilla que comenzó como condado vasallo del Reino de León para posteriormente alcanzar la categoría de reino y ser vital en la configuración de España cuya expansión, que incluía la repoblación de las ciudades, supondría asimismo la expansión de la lengua española, que es su nombre universal, aunque entre nosotros la llamemos castellano en honor a sus orígenes y nosotros además con más razón al hablar la variedad lingüística más puramente castellana propia de nuestra región que, aun con distinta configuración a la actual –las isoglosas del idioma no entienden de divisiones ni límites administrativos- vio nacer nuestro idioma, nuestro patrimonio común más consistente como decía Lázaro Carreter, que nos permite comunicarnos y ser depositarios de un legado, incluido ese que supone el acervo cultural de que disponemos. El castellano, ese romance que nace en los confines del romance leonés con el vascuence y único romance latino con un sistema vocálico diferenciado, tomado del vasco precisamente y simplificado en extremo: solo cinco vocales, amén de su propia diptongación a partir del latín será ese romance raro –por su carácter diferenciado con sus próximos- que, a la larga, junto a su situación central en la península, lo convertirán en la lengua franca o común, pues se expandirá como lengua de Castilla e indirectamente como lengua franca de todos los españoles, de norte a sur, pero también en paralelo por el valle del Duero y muy especialmente por el valle del Ebro –nervio de la Corona de Aragón- que a finales del siglo XV, al llegar los Reyes Católicos, está ya castellanizado, de tal suerte que tanto reyes como gramáticos, especialmente Nebrija, tendrían conciencia de estar alumbrando una nueva España, pero basada en la antigua, con una nueva lengua común, pero también basada en el latín, que era la lengua franca de toda Europa, cultivo que les interesaría tanto como el del castellano, que, según por ejemplo Claudio Sánchez Albornoz -se esté de acuerdo o no con su aserto-, triunfaría por la superioridad de sus grandes escritores, generando así un rico caudal que pasaría a formar parte por siempre de la historia de nuestra literatura, siendo esta deudora de la lengua en que se escribe, y es que si las gentes a lo largo de los tiempos han buscado la belleza a través de los volúmenes valiéndose de la arquitectura o de la escultura; de los colores valiéndose de la pintura; de los movimientos valiéndose de la danza o de los sonidos valiéndose de la música, hay otra manifestación estética que utiliza una materia prima hecha de abstracción y simbolismo que es creación específica de lo humano: la palabra, y la literatura es el arte de la palabra. Desde Aristóteles, además de ser animales políticos (zoon politikon), lo que nos distingue como seres humanos es la memoria, la inteligencia y la voluntad y para las tres en cada momento nos servimos de las palabras, con las que configuramos el mundo que nos rodea, comunicando –como diría el maestro Alarcos– el complejo de conceptos, afectos e imágenes de que forman parte los pensamientos que queremos transmitir en nuestras manifestaciones lingüísticas. Y que evidentemente también es el esencial instrumento con que los historiadores nos dan cuenta de todos los pormenores de nuestro pasado, del pasado de nuestros ancestros o simplemente del de aquellos que poblaron las ciudades y pasearon por las calles que hoy pisamos.
Quiero, como he dicho ya, centrarme en el aspecto literario, aunque sea este un epíteto complejo en la medida en que muchas han sido las discusiones sobre lo que podría calificarse como literario. Bien es cierto que Palencia, a primera vista, no ha resultado especialmente agraciada con una figura señera y de relumbrón tal como Toledo tenía su Garcilaso, Salamanca al vasco Unamuno, Oviedo al zamorano Leopoldo Alas “Clarín” que la transmutó en Vetusta o Zamora sus retazos en la poesía del más reciente Claudio Rodríguez. No puede Palencia presumir del que ya ha sido llamado como Parnaso leonés (Un premio Cervantes –Antonio Gamoneda– y académicos de la Real Academia Española –Valentín García Yebra [ya fallecido], mi admirado Salvador Gutiérrez Ordóñez, José María Merino y Luis Mateo Diez– son la punta de lanza de una legión de intelectuales que han identificado el nombre de León con Literatura. Otro dato lo corrobora: entre el año 1998 y el 2008, ocho escritores leoneses ganaron los premios de las Letras de Castilla y León: Antonio Colinas, Antonio Pereira, Eugenio de Nora, Luis Mateo Diez, Elena Santiago, Josefina Aldecoa, Raúl Guerra Garrido y José María Merino, a los que hay que añadir los nombres de Antonio Gamoneda y Victoriano Crémer, galardonados en ejercicios precedentes, pero no acaba la lista literaria ahí, porque -recurriendo solo a los escritores de más de 40 años y activos en la segunda mitad del siglo XX- podemos hablar también de Julio Llamazares, Juan Carlos Mestre, José Luis Puerto, Margarita Torres, Tomás Sánchez Santiago, Juan Pedro Aparicio… y la lista de grandes escritores de las últimas décadas vinculados a León continuaría con Agustín Delgado, Fernández Santos, Antonio González Guerrero, los Panero, Jesús Torbado, Andrés Trapiello… y un largo etcétera, en que cabría incluir incluso a Juan Benet, con su mítico territorio de Región, que no es sino León).
No ha tenido tampoco o no se ha valido Palencia, humilde y altiva como dice su himno en claro oxímoron coordinado, de un gran autor que proyectara en su escritura la imagen real de un lugar a partir del cual se tornara ya mítico, como el canario Galdós hizo con el Madrid decimonónico, Valle-Inclán con la Galicia milagrera y primitiva e incluso bastarían en el bello y cautivador Romanticismo un par de apasionantes leyendas, como sucede en Bécquer, para que Toledo, Sevilla o la Soria a la que tanto cantó Machado quedasen reflejadas ni tampoco cuenta, como Burgos, con una figura mítica como el Cid, cantar de gesta que antaño fue ariete y baluarte del castellanismo o del nacionalismo español, y, sin embargo, ha sido ya muchas veces replanteado desde un materialismo dialéctico marxista (que hundiría sus raíces, en último término, en Hegel) en una lucha entre el caballero que alcanza su ondra por méritos propios frente a los nobles de cuna que se ven relegados ante el auge del prototipo de héroe que por sus hazañas los acaba desplazando. Pueden hacerse tantas interpretaciones como críticos dispuestos a elaborarlas haya. Ya saben, señores, todo depende del cristal con que se mire; sin embargo, Palencia, tierra de paso para muchos, sería citada, bien con admiración, bien con distanciamiento, por muchos y célebres literatos como detalla minuciosamente, por ejemplo, César Augusto Ayuso en su obra Palencia en la Literatura.
Sabrán los más avezados o sagaces que a Palencia se la llama la Bella Desconocida por antonomasia, y nunca mejor dicho, ya que ese apelativo en principio se circunscribía a su Catedral de San Antolín en cuya cripta podemos contemplar los vestigios visigóticos que dejaron los que mayor esplendor dieron a la ciudad, los visigodos, en la tierra que había estado ocupada por los vacceos, el más culto de los pueblos celtíberos, agrario y con una poderosa organización militar. Como rastro más evidente de la romanización podemos citar el Puentecillas, pero sería en la Hispania Visigoda cuando tendría el honor de ser sede episcopal de la iglesia católica, sufragánea de la Archidiócesis de Toledo que comprendía la antigua provincia romana de Cartaginense en la diócesis de Hispania. Se desconoce la belleza de la Seo palentina, se desconoce a veces la propia ciudad y de ahí que tantas veces se adjudiquen a los oriundos de Palencia erróneos y horrísonos gentilicios –el mítico palencianos en lugar de palentinos– y eso a pesar de contar con esa gigantesca escultura símbolo indiscutible de la ciudad, el Cristo del Otero de Victorio Macho a cuyos pies fue enterrado tras instalar su casa y taller en Toledo donde falleció trasladándose sus restos, como era su deseo, para descansar bajo la ermita excavada a los pies de su impactante monumento, en realidad llamado Monumento de Palencia al Sagrado Corazón de Jesús. Ese Cristo esbelto, hierático, de resonancias cubistas y con ciertos aires del arte del Antiguo Egipto, que es uno de los más altos del mundo, se erige como columna vertical frente a la horizontalidad de los campos de Castilla, campos cuyas esencias suscitarían el interés de las más reputadas plumas. Y es que Palencia, sin ser centro neurálgico de la cultura española que haya alumbrado movimientos, vanguardias o escuelas, sí ha aportado, como el resto de provincias españolas, una fecunda pléyade que es parte indisociable de la intrahistoria literaria de nuestro país sobre la que nos ilustraría con gran afán divulgativo la catedrática de lengua y literatura y poetisa –o, como ella prefería, poeta- Casilda Ordóñez Ferrer cuya hija, Casilda Hervella Ordóñez, fue magnífica profesora de Francés de este servidor.
A veces incluso el pueblo llano acaba haciendo suyas las recurrentes palabras que grandes figuras dejaron sobre Palencia y sus gentes hablando de la buena masa de los palentinos y es que en el Libro de las Fundaciones de Teresa de Cepeda y Ahumada, santa Teresa de Jesús, podemos leer: “Toda la gente es de la mejor masa y nobleza que yo he visto (…) es gente virtuosa la de aquel lugar, si yo la he visto en mi vida”. El poeta vallisoletano José Zorrilla, célebre tras leer unos versos en el entierro de aquel genio del Romanticismo que fue Larra con sus magistrales Artículos, situaría la acción de la conocida leyenda Margarita la Tornera en el convento de Las Claras de Palencia, donde, desde hace siglos se venera el Cristo yacente que conoció Unamuno en una de sus frecuentes visitas a Palencia y cuya impresionante imagen dejaría impactado al que fuera rector de la Universidad de Salamanca y uno de los máximos exponentes de la intelectualidad española que le dedicaría un poema no menos impresionante que terminaba así:
Y las pobres franciscas del convento
en que la Virgen Madre fue tornera
—la Virgen toda cielo y toda vida,
sin pasar por la muerte al cielo vuelta—
cunan la muerte del terrible Cristo
que no despertará sobre la tierra,
porque él, el Cristo de mi tierra,
es solo tierra, tierra, tierra, tierra…
carne que no palpita,
tierra, tierra, tierra, tierra…
cuajarones de sangre que no fluye,
tierra, tierra, tierra, tierra…
¡Y tú, Cristo del cielo,
redímenos del Cristo de la tierra!
Gran dureza la de estos versos que surgieron del impresionante encuentro con la sordidez y el patetismo de la sobrecogedora talla que luego compensaría el propio don Miguel con el hermoso y confortante Cristo de Velázquez. Una de las mejores mentes del siglo XX, la del filósofo Ortega y Gasset, también se detendría para hablar de Palencia, incluida la capital, en su libro de viajes De Madrid a Asturias, de todos es conocida su fama de espectador de excepción de la realidad española y, según el filósofo, eran tierras hechas para la vista, para dejar galopar la mirada por la inmensidad de la llanura de la sobrecogedora desnudez de la Tierra de Campos, esa geometría sentimental de la meseta de Ortega, tan distinta a la norteña, llena de ondulaciones, montañas, jugosas y húmedas, hechas para el tacto. Sin alejarnos demasiado, en la propia provincia de Palencia, tenemos gloriosos ejemplos, incluso del lejano Medievo, resonando aún las sentencias –Proverbios Morales– del rabino de Carrión, Sem Tob, cuyo espíritu moderno ya aparece reflejado en sus cuartetas heptasilábicas, que hacía elogio del libro y del saber, muestra indudable de ese espíritu avanzado para su tiempo, en un siglo todavía azotado por las luchas guerreras donde la cultura quedaba recluida entre piedras monásticas, un Sem Tob que valoraba mucho la amistad y decía aquello de Turable plazer puedo / dezir del buen amigo / lo que me diz entiendo, / e él lo que yo digo. Para muy reputados intelectuales, Sem Tob constituye uno de los grandes pórticos de la poesía castellana. Pero tampoco podemos olvidarnos del también carrionés Marqués de Santillana, cuyas serranillas han traspasado los siglos y aún perduran ante el asombro de los hispanistas románticos, que las valoran sobremanera junto a una de las más insignes creaciones de nuestra literatura como son, obviamente, los romances anónimos del siglo XV. En el Prerrenacimiento nos topamos ya con el poderoso linaje de los Manrique, en cuyos blasones se leía aquello de sangre de godos, defensa de los cristianos y espanto de los paganos, por un lado Gómez Manrique, seguramente nacido en Amusco (Palencia), que ejerció de forma intachable el difícil cargo de Corregidor de Toledo pacificando los ánimos exaltados fruto de la complicada convivencia de cristianos, judíos y mudéjares cuando ya empezaban a arreciar fuertes olas de antisemitismo considerándose, por tanto, a Gómez Manrique un valedor de los derechos humanos y la igualdad de los hombres, famoso en el campo literario por sus breves textos dramáticos, he ahí sus célebres Autos que conmemoran los dos ciclos tradicionales religiosos, el de Navidad y el de Semana Santa –puedo decir orgulloso que precisamente mi colegio de infancia toledana fue el Gómez Manrique, sito en el polígono de la Ciudad Imperial-. Sobrino de Gómez Manrique sería el poéticamente inmortal Jorge Manrique, probable paredeño, que da nombre al llamado Instituto Viejo de la avenida República Argentina de Palencia, proyectado por Jerónimo Arroyo donde está su Museo y cuya estatua encontramos en la bocaplaza frente al bellísimo edificio de la calle Mayor, también de su autoría, que hoy alberga el Consejo de Cuentas de Castilla y León, calle Mayor que recorrieron Carlos Gardel y Rafael Alberti y donde lo que más les sorprendería serían los muy peculiares nombres de algunos de los establecimientos que salpicaban la fisonomía de la emblemática calle Mayor (como aquel –real o ficticio- de Cojoncio Pérez), calle Mayor en donde, por cierto, mediados los cincuenta, se empezó a rodar la famosa película homónima de Juan Antonio Bardem antes de que este fuera detenido y arrestado por ser miembro del PCE (eran tiempos de oscurantismo y delación, de nacionalcatolicismo en vena, sectarismo atroz y puritana moral de clero trabucaire y fascistón). Jorge Manrique representa la voz del caballero-poeta, una especie de Garcilaso del siglo XV, que combina las facetas de hombre de armas y de letras, como trovador y soldado, que puede maravillar por la profundidad lírica cuando se envuelve en humanas honduras metafísicas dándose además la paradoja de que Jorge Manrique buscó la fama como caballero y acabaría encontrándola especialmente como poeta que permanecerá íntimamente ligado por siempre como llama inextinguible que no se apaga a sus Coplas a la muerte de su padre, admiradas sin reparos por los grandes autores del Siglo de Oro: Fray Luis, Lope, Quevedo, Gracián, e incluso se dispararían las traducciones a otras lenguas con la efervescencia que supuso la llegada del mágico Romanticismo. Las plumas de mayor relieve escribirían páginas y páginas dedicadas a Jorge Manrique y sus coplas: desde el erudito santanderino Menéndez Pelayo hasta Unamuno, pasando por Azorín, D’Ors, Américo Castro, Salinas, Cernuda… E incluso Jorge Guillén, el poeta más redondo de la Generación del 27 al decir del gran lingüista, gramático, crítico literario y póstumo poeta Emilio Alarcos Llorach, pondría por título al segundo libro de Clamor un verso de Manrique: Que van a dar a la mar, la más célebre metáfora de la vida como río, como ese efímero y asendereado tránsito que es el paso por esta vida terrena, pero no se trata de citar solo las voces de las más reputadas autoridades del mundo humanístico, en realidad todo el mundo se apropiaría de sus frases para ilustrar acontecimientos cotidianos: “cuán presto se va el placer”, “cómo se pasa la vida”, “cualquier tiempo pasado fue mejor”, etc., las hemos podido escuchar en muchas ocasiones en boca de cualquier persona porque la voz del poeta se haría sustancia con la voz del pueblo.
Corriendo el tiempo, podríamos mencionar La Silva Palentina, de Alonso Fernández de Madrid, que seguiría la influencia de Erasmo de Rotterdam (humanismo erasmista) o dos siglos más tarde el clérigo nacido en Becerril de Campos, Sebastián Miñano, escritor político y satírico que firmaría con el seudónimo de el pobrecito holgazán y a cuyos escritos recurrirían como fuente de información histórica del siglo XIX Galdós o Baroja. Precisamente rematando el siglo XIX emerge la sobresaliente figura del ínclito historiador Modesto Lafuente y Zamalloa, natural de Rabanal de los Caballeros (Palencia), y que da nombre a una amplia y transitada avenida de la capital palentina, agudo observador de la vida política que acabaría adscrito a la Unión Liberal de Leopoldo O’Donell dando muestras de centrismo y equilibro político en sus intervenciones parlamentarias y que en León había sido impulsado por los diputados Juan Antonio del Corral y de Mier –antepasado mío vinculado a Sahagún-, Luis de Sosa y Pascual Fernández. Ya en el siglo XX aparece el escultor Victorio Macho, que traspasaría fronteras, y nos dejaría el Cristo ya mentado que en hierática actitud protectora se erige majestuoso y avizorante, aunque con austera sobriedad castellana, en el otero o cerro que le sirve de peana. A la misma generación pertenece Ramón Carande, reconocido historiador que llegaría a ser rector de la universidad hispalense y académico de la Real Academia de la Historia cuya obra cumbre, Carlos V y sus banqueros, constituye hoy un hito en la historiografía española por su solvencia como experto en economía y hacienda de aquella época enseñando hasta dónde llegaba la quiebra de las arcas imperiales y sus causas, y que hoy da nombre a un colegio palentino que el propio Ramón Carande tendría oportunidad de visitar. Otra personalidad relevante fue Marciano Zurita, un poeta de vocación, converso al Modernismo, que combinaría su faceta periodística en el Diario Palentino que imprimía su padre y posteriormente en Madrid a través de ABC con su profesión de alto funcionario del ministerio de la gobernación destacando en sus poemas los tópicos ya usados por tantos poetas cantando el abandono, miseria, soledad o castillos ruinosos de Castilla, a los que esta debe su nombre.
El ingeniero-poeta Paco Vighi, muy querido y recordado por quienes le conocieron, y muy especialmente por su Romance de la Vida y Muerte del Carrión, autor prolífico con obra muy dispersa y diseminada que acabaría siendo recogida e incluso publicada por la afamada Revista de Occidente no puede sino ser otro nombre destacado en la nómina de reconocidos autores palentinos, pues aunque nació en Madrid, al año –y al fallecer su padre- estaba ya en Palencia además de que el sentir popular, la prensa, y él mismo, por libérrima elección, le hicieron palentino. Actualmente se celebra en la librería-cafetería Ateneo de Palencia una tertulia que lleva su nombre (Paco Vighi), promovida por el prestigioso arquitecto, ilustre escritor y prolífico articulista, amén de dinamizador cultural, Jesús Mateo Pinilla, quien, por cierto, fue alumno del brillante matemático –a la sazón bisabuelo mío- José del Corral y Herrero, que fue gran amigo de Julio Rey Pastor (y a su vez este lo era de Cajal). Entre la segunda y tercera generación del pasado siglo XX cabría mencionar a César Muñoz Arconada, con una narrativa llena de preocupaciones políticas y sociales, o a Teófilo Ortega, figura conocida en los ambientes intelectuales anteriores a la contienda fratricida que supuso el absurdo de la Guerra (in)Civil, y que acabaría silenciado tras esta. En los años cuarenta y cincuenta, durante la posguerra, como todo el mundo sabe –o debiera-, surgirían núcleos de inquietud poética, por un lado la inmersión en la lírica supondría para algunos una evasión, poco o nada comprometida, de la amarga realidad social del momento; por otro lado, en otros casos sería una forma de criticar esa misma realidad con el ingenio y sagacidad pertinentes que permitían soslayar o eludir la tosca sensibilidad de los poco agudos censores. De forma que hubo grupos como el garcilasista, con sonetos, décimas o tercetos de impecable factura y cristalina transparencia acomodados en el sistema hasta que ante tanta y tan perfecta e irritante frialdad desconsiderada en un tiempo tan difícil irrumpiría con fuerza la poesía desarraigada del gran Dámaso Alonso –querido maestro de Alarcos Llorach, el más generoso de nuestros eruditos– con sus Hijos de la ira, versos desgarradores de una poesía convulsionada y tremenda o tremendista a la par que atormentada por la existencia que arrastraría a muchos otros poetas, estos se agruparían en torno a la célebre revista Espadaña, revista leonesa de poesía y de crítica claramente comprometida, yendo a redropelo del régimen de entonces. Pero volviendo a Palencia, esta no sería ajena a estos fenómenos poéticos pese a su fama de tranquila y sosegada ciudad de provincias, en efecto sería tranquila y sosegada, fiel a su espíritu –o como decía Emilio Alarcos: estricta, gnómica y quieta al paso lento del río manriqueño-, pero no estaría huérfana de círculos literarios con inquietudes intelectuales. En torno a la revista Nubis y luego Rocamador se reunirían, discutirían, leerían y se leerían poetas cuyo permanente hilo conductor sería la refulgente figura de un boticario-poeta, José María Fernández Nieto, farmacéutico nacido en Mazariegos pero vecino de la capital palentina desde sus tiernos dos años, dinamizador que fue de la cultura en Palencia, referencia insoslayable de su poesía, eslabón vital entre generaciones y personaje crucial de la vida intelectual y social palentina, que tendría como broche de oro a su dilatada trayectoria y vida dedicada a la poesía el Premio de las Letras de Castilla y León en 2012. Se seguirían sucediendo poetas palentinos, entre los que podríamos reseñar por su relevancia a Gabino Alejandro Carriedo o a Roque Nieto para así ir finalizando este rápido repaso a las plumas más señeras vinculadas de una forma u otra a Palencia, pero cuya nómina, en el futuro, puede ampliarse sobremanera con las nuevas promesas y los jóvenes escritores que pasen a engrosar esa bella lista de grandes literatos a pesar de los tiempos convulsos en que vivimos donde el desprecio por la Cultura se ha hecho, desgraciadamente, nota dominante, y a lo que hay que sumar los inmisericordes hachazos por parte de la clase/casta política, poco atenta a la realidad circundante y, en consecuencia, también ajena, cuando no despreciativa, hacia el mundo cultural e intelectual. No obstante, los poetas siguen clamando y por todo el territorio nacional es posible, por fortuna, oír ese clamor, muchas veces aderezado por la insultante juventud que acompaña su ingenio y su sensibilidad, ya sea en el burgalés David Ruiz, en el onubense Enrique García Bolaños, en el asturiano Miguel Floriano y en tantos otros, que desde el Arte y las Humanidades, siguen poniendo cautivador lirismo a la banda sonora de nuestras vidas.
Sirvan, por tanto, estas letras también para reivindicar a quienes rescatan las esencias de nuestra historia devolviendo además a su altar el valor de lo que no tiene precio, como es el caso de la cultura, el deseo de saber más, de conocer nuestra historia sabiendo que, en este caso, Palencia (por ser a la que me he referido), como dice su himno, es cuna hidalga de genios ilustres que aunque en algunos casos por su modestia y humildad pasen desapercibidos y queden inmersos en esa intrahistoria unamuniana, siempre existirá ese bohemio soñador, ese humanista insaciable de conocimientos o ese historiador avezado que quizá los rescate del olvido para que seamos conscientes de que somos depositarios de muchos legados, del personal y familiar, pero también del idiomático, del social, del histórico… conformando todos ellos nuestro acervo cultural que forja nuestra idiosincrasia al tiempo que nos enriquece y nos hace crecer renovando un merecido aprecio por nuestras raíces y nuestras ciudades, sin ningún afán burdamente localista ni provinciano o pedestre, sino con mentalidad abierta, afán integrador y como reconocimiento a esa patria chica, una o varias, a la que nos podemos sentir ligados rindiendo homenaje a las gentes que desde su actividad intelectual, ya sea por oficio o por placer, han contribuido a engrandecer su nombre… y su historia, en este caso los de Palencia, pero también los de mi otra ciudad vital, Toledo, así como el de todas aquellas localidades –Burgos también, por supuesto- cuyos hijos han contribuido, contribuyen y contribuirán a hacernos mejores. ¿Cómo? ¡A través de la Cultura! He dicho.