[dropcap]C[/dropcap]orre un cálido y tranquilo verano en la vieja Europa, la gente aprovecha para pasear por los parques, los pájaros cantan y los niños juegan sobre la arena mientras los jóvenes se bañan en las orillas del Rihn, el Sena, el Volga, el Arno, el Exe…
En tan sólo unos días se ha desatado el más maravilloso y realizador deseo del ser humano, el noble acto de la guerra. La muerte de un aristócrata austro húngaro ha desatado esta maravillosa, esperada y deseada conflagración donde demostraremos que nuestros sistemas, nuestros valores y nuestras naciones son superiores a cualquier otra sobre la faz de la tierra.
Amo a mi nación, y como yo todos los que habitamos esta tierra pero esto no son meras palabras nos comprometemos a defender nuestros países al más alto precio, el de nuestras vidas, las de nuestros seres queridos.
Estamos orgullosos, nuestra cultura se basa en la Justicia, y no en el militarismo y la opresión de nuestros enemigos. Somos más ricos, vivimos mejor, nuestros valores son superiores, nuestro poder es mayor, Dios está de nuestra parte y nuestros gobernantes se preocupan más por nosotros que en cualquier otra nación.
La mayoría somos obreros, gente del campo sin demasiados conocimientos, pero nos sobra valentía, arrojo y valor para defender lo que nos pertenece de las zarpas de aquellos que pretenden acabar con nuestros valores de aquellos que defienden la tiranía y la hipocresía.
Muchos somos socialistas, comunistas, anarquistas, y a pesar de ello todos, incluso los sindicatos hemos aplaudido la guerra.
El fervor popular es imparable, la gente en muestras espontáneas de nacionalismo sale a la calle dando gracias de poder acabar con nuestros enemigos de una vez por todas. Y acabaremos con ellos por Dios que lo haremos, y no tardaremos más que unos meses.
Nosotros los jóvenes acudimos en masa a los centros de reclutamiento y de ahí nos envían al frente, los barcos encienden sus chimeneas, levan anclas y se alejan del puerto bajo la mirada solemne de quienes han acudido a mandarnos un último saludo, en las estaciones de tren mujeres y hombres nos despedimos con orgullo y emoción.
Al fin ha llegado la noble Guerra redentora que nos permitirá acabar con los que injustamente amenazan nuestra existencia.
Esta carta podría expresar aproximadamente lo que podían sentir cualquier hombre independientemente de su nacionalidad en el momento en que se desencadenó la gran guerra. No sabían el infierno que les esperaba, y el sufrimiento que pasaron en aquel averno fue las espuelas de muchos de los cambios del siglo XX.
Yago Rodríguez.